Desde acciones muy pequeñas hasta otras más notorias, los seres humanos nos caracterizamos por ser una de las especies más cooperativas del planeta. Somos capaces de ayudar a nuestros amigos, compañeros de trabajo, familiares, e incluso somos capaces de ayudar a perfectos extraños. ¿Por qué?
Desde una perspectiva evolutiva, este comportamiento es desconcertante porque ayudar a personas que no están relacionadas con nosotros tiene costos claros y beneficios inciertos.
Explica Stuart West que para los ecologistas del comportamiento, la cooperación surgió como una estrategia competitiva, debido a que las personas capaces de comportarse de una manera más cooperativa, son más capaces de obtener ventajas en la competencia con grupos que demuestran ser menos cooperativos.
No se trata entonces de que tratemos de descifrar si el estado natural de nuestra especie es la cooperación o la competencia, sino la forma en que ambos comportamientos interactúan y cuáles situaciones son las que originan que nos inclinemos hacia un lado o el otro.
Agustín Fuentes ha estudiado la violencia humana y concluye que tanto la empatía como la agresión forman parte de nuestro conjunto de herramientas de adaptación. Una situación intensa de conflicto, como por ejemplo la guerra, ilustra claramente el principio de que la competencia exitosa requiere de una cooperación extensa dentro de un grupo de individuos. Un pelotón de soldados deberá trabajar bajo parámetros de cooperación estrecha y coordinada para poder asegurar el éxito de su misión. ¿Correcto?
En este caso, el pelotón no busca la competencia, sino aglutinar la mayor cantidad de fuerzas individuales hacia un objetivo común: vencer al enemigo. El trabajo cooperativo que cada uno de sus miembros ejerce, no compite, sino que suma fuerzas hacia el objetivo. Dentro de ese grupo cohesionado, nadie quiere ganarle a su compañero, sino juntos, vencer al otro equipo. La cooperación y el trabajo en equipo los hacen más fuertes, y en muchos casos, invencibles.